PAPA, ¿POR QUÉ SOMOS OBESOS?

De esta forma se titula el primer capítulo de una serie donde conoceremos diferentes aspectos que envuelven a esta enfermedad desde su origen hasta su tratamiento. En este primer fascículo conoceremos un poco más sobre qué es esta enfermedad desde las diferentes definiciones hasta los factores más importante que favorecen la aparición de la obesidad, para ello comenzaremos viajando al pasado para conocer las diferentes hipótesis que intentan explicar el origen de la obesidad.
La mayor parte de la evolución humana transcurrió cuando los antecesores eran cazadores recolectores, así muchas de las características y conductas que se desarrollaron durante el 95% de la historia evolutiva tuvieron un significado adaptativo en aquel entonces, pero pueden ser perjudiciales hoy (Campillo, 2004). Los genes que un día ayudaron a sobrevivir a la especie humana, actualmente son los responsables del aumento de la obesidad. Esta hipótesis planteada por James Neel sugiriere que el llamado “gen ahorrador” es el encargado de almacenar energía en forma de grasa para proporcionarnos ventajas de reproducción y supervivencia en épocas de escasez o ayuna.

 Esta propensión genética a ganar peso y adiposidad eran vitales en una época en la que el alimento era escaso y la demanda energética elevada. Este gen adecúa las funciones del cuerpo para que use los nutrientes de manera eficiente y para almacenar el exceso de energía para los futuros estados de balance energético negativo (Siervo, Wells, Cizzatomado, Karen, citado por Scott, Melhorn, Sakai, 2012).

Sin embargo, John Speakman citado por Scott et al. (2007) sugiere que estos genes no son adaptativos, sino que sufrieron una mala adaptación. En contra de lo que proponen los investigadores Campillo y James Neel, Speakman defiende que en el Plioceno se vivenció la depredación y que aquellos que sufrieran exceso de peso tenían más difícil el poder escapar y, por lo tanto, sobrevivir. Tras el desarrollo de herramientas, el uso del fuego y de estructuras sociales más organizadas, los seres humanos eran menos vulnerables a la depredación. Por lo tanto, se ha propuesto que esta “liberación de la depredación” ha permitido a estos genes su mala adaptación promoviendo la obesidad (Speakman citado por Scott et al. 2012).
 
La teoría evolutiva o darwiniana defiende, frente a otras hipótesis el origen, que hace aproximadamente unos doscientos mil años,  los depósitos adicionales de grasa ya se situaban en los hombres en la cavidad abdominal y en las mujeres en muslos y caderas. Elain Morgan (1982) planteó que estos residuos son los restos evolutivos de nuestros antepasados, desarrollados en agua. Esto es defendido por el gran parecido a los residuos o almacenes de grasa encontrados en una foca o un delfín (citado por Campillo, 2004). Sin embargo la más aceptada hipótesis es la teoría evolutiva, donde se defiende que estos depósitos de energía se almacenan en los hombres en la cavidad abdominal debido a que es un emplazamiento cómodo para un bípedo. No fue así en el caso de las mujeres, puesto que esta grasa abdominal dificulta la reproducción y transformaría el espacio designado para el feto, siendo ésta la razón de su almacenaje en muslos (Campillo, 2004).
 
Hoy en día los genes de los seres humanos son los mismos o muy parecidos al de estos antepasados recolectores, pero los estilos de vida han sido transformados. El exceso calórico en nuestra alimentación, el abuso de los hidratos de carbono de absorción rápida y de elevado índice glucémico y el exceso de grasas saturadas junto con la inactividad o el sedentarismo, son factores que nos alejan de aquellos antepasados, los cuales eran seres que debían moverse para vivir: correr para comer y escapar, andar para transportarse, etcétera. Y que, por lo tanto, explica que nuestro modo de vida actual se aleja del diseño elaborado a lo largo de millones de años de evolución y en consecuencia derivan en obesidad y otras enfermedades asociadas (Campillo, 2004).
 
Aunque hoy en día no sea del todo necesario el almacenaje de energía en forma de grasa, puesto que se dispone de alimentos en abundancia, ingiriéndose diariamente; el genoma humano aún desconoce este desarrollo y solo conoce lo vivido y vivenciado a lo largo de los años y es por ello que aún se conservan estos “genes ahorradores” que permitirán almacenar energía para épocas de ayunas venideras.
 
La conservación de este gen “ahorrador” junto con los factores ambientales, los cuales veremos a continuación, pero caracterizados por el estilo actual de vida, donde es posible destacar la falta de actividad, la comida rápida, horas sentados, trabajo, etc. Hacen que la obesidad sea considerada como una pandemia
 
Ya conocemos el origen y evolución de la obesidad pero ¿Qué se entiende por obesidad? ¿Existe un concepto o hay desacuerdo en su definición?
 
Para definir la obesidad existen multitud de definiciones y conceptualizaciones. La Organización Mundial de la Salud, en adelante (OMS), la define (1998) como “acumulación anormal o excesiva de grasa que puede ser perjudicial para la salud”. La sociedad española para el estudio de la obesidad, en adelante (SEEDO), define en el 2007 la obesidad como “enfermedad crónica multifactorial fruto de la interacción entre genotipo y ambiente”. “El aumento del peso corporal por la acumulación de triglicéridos en el tejido adiposo” es la definición aportada por Soca y Pena (2009). López-Villalta y Soto (2010) hace referencia a ella como “proceso de patogenia compleja, en la que están implicados factores genéticos y ambientales y que se manifiesta por una expansión patológica de los depósitos adiposos corporales”. González, Mustafá y Antezana (2011) mencionan que etimológicamente deriva del latín: Ob = a causa de, y Edo= yo como; indicando la relación directa con una alimentación exagerada y desordenada. Aunque señalan que “también debe considerarse otras alteraciones.”
 
De estas definiciones destacan aspectos comunes como enfermedad, adiposidad, grasa y multifactorial, es decir, que su origen depende de varios factores; como los ambientales y los genéticos o los denominados exógenos y endógenos.
 
De estos dos factores (Martínez, Enríquez, Moreno-Aliaga y Martí, 2007 citado por López-Villalta y Soto, 2010) consideran el ambiental como el más importante, derivándose del factor genético sólo un pequeño porcentaje de la obesidad: el 1,8% de los obesos adultos y hasta el 6% de los niños con obesidad severa. La influencia genética puede contribuir a diferencias en la tasa metabólica en reposo entre individuos, así como en la distribución de grasa corporal y en el aumento de peso en respuesta a la ingesta excesiva de alimentos. Por tanto, ante similares circunstancias ambientales se darán respuestas diferentes para distintas personas, por lo que se considera a algunas personas más propensas a la obesidad que otras, siendo necesario recordar que, será la interacción con el medio ambiente la que, en última instancia, determinará el que una persona sea o no obesa. (Anderson & Wadden, 1999 citados por Bastos, González, Molinero y Salguero del valle, 2005).
 
De estos factores ambientales, se deben considerar como más importantes: los malos hábitos alimenticios, la inactividad y los factores psicosociales.
 
Oliva et at. (2008) declara en su estudio que las personas, por la situación actual del país tienden a mirar más por la economía que por la salud, y de este modo se tiende a comprar productos más baratos pero menos saludables que productos más saludables y menos costosos. Así, una buena estrategia para combatir el exceso de peso sería el abaratar el precio de ciertos productos considerados saludables, como por ejemplo los alimentos ecológicos.
 
Otro factor, no menos importante, es la inactividad o el sedentarismo. La falta de movimiento implica una combustión insuficiente de las calorías ingeridas con la dieta, por lo que a su vez, se almacenarán en forma de tejido graso (Bastos et al. 2005). En una investigación llevada a cabo por Matsudo et al (1998) citado por Bastos et al (2005) estudiaron los niveles de actividad física en niños/as y adolescentes de 10 a 15 años. Los resultados señalaron que la frecuencia cardiaca se mantuvo por debajo de 140 pulsaciones por minuto (ppm) en un 94,4% del tiempo diario en los niños/as. Los niveles de actividad física a partir de valores de frecuencia cardiaca se establecieron de la siguiente forma: Baja intensidad: 120-149 ppm; Intensidad moderada: 150-169 ppm y alta intensidad: más de 169 ppm. Otro estudio reveló un gran descenso en las actividades físicas en los niños/as a partir de los 12 años de edad (Telama & Yang. 2000 citado por Bastos et al. 2005). En relación al estudio de Matsudo, Van Mechelen et al. (2000) citado por Bastos et al. (2005) encontró que el peso, el componente graso, el índice de masa corporal, la suma de los seis pliegues subcutáneos, los perímetros de las extremidades y del tronco, y la relación perimetral entre cintura y cadera se correlacionaron de forma inversa y significativa con la participación en actividades físicas intensas.
 
Los factores psico-sociales representan el tercer factor ambiental, está caracterizado por el estilo de vida de la era actual, representado por su relación con el estrés, el cual es definido por Goldstein y Kopin (2007) ”como una amenaza real o percibida para la homeostasis” (citado por Scott et al. 2012). Aunque el estrés es considerado en la actualidad como algo negativo, las respuestas de éste han sido y son esenciales para la supervivencia, ya que su función como declara McEwen citado por Scott (2012) es la de “ayudar al organismo a mantener la homeostasis ante elementos perturbadores de la misma”.
 
Siguiendo con este argumento, no podemos olvidar que la activación aguda del sistema nervioso simpático (SNS), se produce ante situaciones estresantes, las cuales son comúnmente conocidas como situaciones de “lucha o huida”. Cuando uno experimenta esta situación la rama simpática del sistema nervioso autónomo (SNA) encargada de la regulación de funciones viscerales como la respiración o el ritmo cardíaco, se activa rápidamente. Ante esta situación de “lucha o huida”, el SNS aumenta la respiración, la presión arterial y la frecuencia cardíaca, y activa las vías catabólicas. Las catecolaminas se unen a los receptores β-adrenérgicos de los adipocitos, esto da lugar a la lipólisis a través de la hormona sensible-lipasa. Este proceso permite la liberación los ácidos grasos no esterificados de los adipocitos y que pasen a la circulación. El glucógeno se hidroliza y se estimula la gluconeogénesis para proporcionar glucosa a los tejidos que requieren grandes cantidades de energía (principalmente el cerebro y el músculo esquelético y cardiaco) necesaria para hacer frente a la amenaza que sufre la homeostasis (Lambert, Straznicky, Lambert, Dixon y Schlaich, 2010 citado por Scott et al. 2012).
 
Seguidamente tras la activación del SNS, el estrés también desencadena la activación del eje hipotalámico-pituitario-adrenal (HPA). Esto da como resultado la liberación de hormona liberadora de corticotropina (CRH). Esta hormona estimula la síntesis y liberación de la hormona adrenocorticotrópica (ACTH), que se une a los receptores en la corteza suprarrenal, dando como resultado la liberación del denominado cortisol, hormona del estrés, en los seres humanos, (de Kloet, Joels y Holsboer, 2005; Herman y Cullinan, 1997 citado por Scott et al. 2012).
 
Para Scott et al (2012) en individuos sanos, la respuesta al estrés es de corta duración, ya que la activación del SNS es contrarrestada rápidamente por la rama parasimpática. Aunque es cierto que la respuesta a un estrés agudo supone un gasto energético alto y, por lo tanto, la movilización de energía; el estrés crónico puede tener una respuesta contraria y promover la adquisición de energía (Scott et al. 2012).
 
Las fuentes de este estrés crónico son de naturaleza social, incluyendo bajo nivel socioeconómico, los conflictos personales con amigos y familiares, entornos de trabajo estresantes, falta de apoyo social adecuado, baja autoestima, o el cuidado de un ser querido enfermo (Cohen, 2005; Steptoe, Feldman, Kunz, Owen, Willemsen y Marmot, 2002 y Wang, 2006 citado por Scott et al. 2012).
 
 
Además el estrés puede afectar al apetito e influir en la preferencia dietética. Aunque no en todas las personas actúa de igual modo, pues se ha documentado que existen personas que manifiestan pérdida de peso ante tales ambientes. Esto puede ser debido al tipo de estrés padecido, la duración o la gravedad, la predisposición genética, y el aprendizaje para el afrontamiento de éste (Pecoraro, Reyes, Gómez, Bhargava y Dallman, 2004; Adam y Epel, 2007 citado por Scott et al. 2012).
 
Otro factor para Dallman citado por Scott (2012) es el peso pre-existente: los hombres y las mujeres que tienen sobrepeso tienen más probabilidades de aumentar de peso en respuesta al estrés que los que tenían un menor peso.
 
Scott et al. (2012) declara que la mayoría de los estudios coinciden en que la actividad del SNS basal es elevada en las personas con trastornos metabólicos. Sin embargo, hay un cierto desacuerdo sobre lo que ocurre en respuesta a la exposición crónica. Por ello, se planteó la hipótesis de que estos altos niveles de catecolaminas basales pierden sensibilidad para unirse a los receptores adrenérgicos en el tejido adiposo. Esto, a su vez, inhibe la lipólisis en activación del SNS, y conduce a la resistencia a la insulina (Scott et al. 2012).
 
Un estudio indicó que la actividad simpática aumentada puede preceder el sobrepeso y la obesidad en los individuos. En el estudio se tomaron varones sanos, no obesos, vislumbrándose que aquellos con niveles elevados de norepinefrina en plasma aumentaron más de peso durante un período de 5 años (Masuo, Kawaguchi, Mikami, Ogihara y Tuck citado por Scott et al. 2012).
 

 

Y hasta aquí este primer capítulo donde hemos conocido los por qué, de hoy en día, tantas personas padezcan obesidad. En el siguiente capítulo conoceremos las diferencias entre los distintos sexos, así como veremos los diferentes parámetros para clasificar a un individuo como obeso.
 
BIBLIOGRAFÍA
 
Campillo, J.E. (2004). Las perspectivas evolucionistas de la obesidad. Rev Esp Obes, 3: 139-151.
 
Scott, K., Melhorn, S., y Sakai, R. (2012). Effects of chronic social stress on obesity. Current Obesity Reports, March; 1(1): 16–25.
 
Salas-Salvadó, J., Rubio, M.A., Barbany, M., Moreno, B., et al. (2007) Consenso SEEDO para la evaluación del sobrepeso y obesidad y el establecimiento de criterios de intervención terapéutica. Med Clín (Barc), 128 (5): 184-96.
 
Soca, P.E., y Niño, A. (2009). Consecuencias de la obesidad. Acimed, 20(4).
 
López-Villalta, M.L., Soto, A. (2010) Actualización en obesidad. Cad Aten Primaria, 17; 101-107.
 
González, F., Mustafá, O., y Antezana, A. (2011). Alteraciones biomecánicas articulares en la Obesidad. Gac Med Bol, 34 (1): 52-56.
 
Bastos, A.A., González, R., Molinero, O., y Salguero del Valle, A. (2005). Obesidad, nutrición y Actividad Física. Revista Internacional de Medicina y Ciencias de la Actividad Física y el Deporte, vol. 5 (18) pp. 140-153.
 
Oliva, J., González, L., Labeaga, J.M., y Álvarez, C. (2008). Salud pública, economía y obesidad: el bueno, el feo y el malo. Gac Sanit, 22 (6):507-10.
 
Post escrito por: Daniel Aguilar